Estado Concepto central de la ciencia política que designa la forma de organización jurídico-política por antonomasia, nacida en Europa en el siglo XVI y que ha sido adoptada posteriormente de manera universal. Teorizado por Maquiavelo, surge en paralelo a la idea de soberanía y etimológicamente supone la plasmación estática de ésta. Es decir, representa la formalización de una autoridad permanente y pública que domina, por el interés general, un espacio territorial cerrado y a las personas que en él viven.
Frente al continuado y anárquico cambio social, el Estado supone la obediencia o la relación de dominación de unos hombres sobre otros que pone fin a la supuesta guerra civil. En definitiva, y en palabras de Weber, es la asociación que, dentro de unas fronteras espaciales, reclama para sí el monopolio de la violencia física legítima. El Estado es, al mismo tiempo, una comunidad política estable que agrupa una población en interacción social; e institución jerárquica fundada sobre impuestos y leyes que regulan a ese grupo humano.
En ese último sentido el concepto se enfrenta al de sociedad civil y se acerca a la noción amplia de gobierno como aparato en el que residen los poderes públicos, que se plasman en ejército, burocracia o diplomacia exterior. No obstante, la idea de Estado es más amplia ya que incluye la definición de los intereses permanentes de la organización y no se limita, como el gobierno, a la dirección del proceso político presente. Existen muy diferentes concepciones de lo que representa el Estado, tanto en la historia como en la actualidad, que normalmente se reflejan en doctrinas prescriptivas sobre el papel que debería jugar en el futuro.
Con independencia de las formas políticas pre-estatales (polis clásicas, imperios antiguos y reinos medievales), el Estado moderno surgió con la teoría absolutista* que pretendía justificar monarquías fuertes para evitar que la competición feudal o religiosa arruinara a Europa. Posteriormente, cuando dicha función estaba asegurada pero el Antiguo Régimen y el mercantilismo proteccionista perjudicaban los intereses de la burguesía ascendente, las revoluciones liberales aportaron un nuevo diseño de Estado como mero guardián, mínimamente implicado en la regulación de la actividad social y respetuoso con el libre comercio y ciertos derechos individuales. De ahí que la teoría marxista concibiera al aparato estatal como simple expresión instrumental de la clase dominante que era necesario eliminar.
No obstante, el socialismo posterior considera la posibilidad de utilizarlo estratégicamente y convertirlo en el garante supremo de la eliminación de desigualdades. Pero mientras los totalitarismos comunistas conciben un utópico futuro sin Estado, que les acerca al anarquismo autogestionario, La socialdemocracia niega la conveniencia de su desaparición y basa su programa en una combinación entre respeto a la libertad y afirmación de un fuerte Estado del bienestar que intervenga activamente en la producción. De hecho, la síntesis entre Estado social y liberal de derecho constituye actualmente el paradigma normativo de las democracias económicamente más avanzadas. No obstante, y aunque se reserva así en éstas un importante papel al Estado (que aumenta en los regímenes autoritarios o en los países subdesarrollados, ya que es necesario contar respectivamente con un aparato represivo o una agencia de crecimiento), parece existir cierta encrucijada que plantea una crisis del modelo.
Los estados han de compartir la gestión de las competencias materiales con otros ámbitos públicos territoriales, como regiones u organizaciones supranacionales, y, además, el empuje de la doctrina y las recetas neoliberales ha hecho reducir su dirigismo en la economía de forma que, en los últimos años, se ha asistido a una desregulación de los mercados. Sin embargo, y aunque para algunos politólogos tal escenario anima a considerar el Estado como un actor más de una realidad pluralista, la existencia misma de estos desafíos ha hecho que vuelva el interés por él y revigorizado el enfoque institucionalista, que sí admite la posibilidad de su autonomía.
En cualquier caso, las relaciones internacionales y la mayor parte de las investigaciones politológicas empíricas continúan considerando al Estado como el elemento configurador sobre el que descansa la disciplina. Esta, caracterizada por el estudio del poder público, no ha identificado aún ningún otro modelo de dominación tan efectivo que, sobre una esfera de acción exclusiva y excluyente, ejerza funciones tan generales y básicas. Aunque varían enormemente en poder, todo el planeta está hoy homogéneamente organizado en formas estatales, no existe autoridad que los cree y, aunque el acelerado proceso de interdependencia supone la creación de organizaciones como la Unión Europea, incluso en esos ámbitos son ellos quienes determinan la esfera respectiva de acción.
http://www.portalplanetasedna.com.ar/ciencia_politica10.htm
Geopolítica Escuela politológica nacida durante el período de entreguerras con la finalidad de analizar las relaciones que pueden establecerse entre el territorio y la política. A pesar de que con anterioridad a su aparición ya existían ciertos estudios que querían vincular las formas de gobierno existentes con determinadas configuraciones geográficas, lo cierto es que sólo aspira a la articulación científica desde 1916, cuando Rudolf Kjellen usa el término y describe al Estado como un organismo vivo.
Partiendo de la consideración organicista del Estado, llegaba a la conclusión de que todos los estados intentaban asegurar su territorio y su expansión. La geopolítica aparece así como el proceso o la dinámica política de afianzamiento y expansión territorial de los estados. De aquí el interés por cultivar esta perspectiva en naciones continentales que, como Alemania, quedan en el centro de un amplio espacio y sólo están separadas de los vecinos que las rodean por fronteras artificiales o inciertas.
Así surge en La Mittleuropa germánica la denominada teoría del Lebensraum o espacio vital que, formulada por Haushofer, habría de servir de argumentación teórica al expansionismo nazi. Pese a que, durante la guerra fría, la geopolítica siguió llamando la atención de los estrategas militares, la corriente ya no puede identificarse necesariamente con la recreación de fronteras naturales y la utilización de la agresión bélica como método de consolidación de las mismas. De hecho, el concepto es hoy usado con connotaciones estrictamente analíticas en estudios descriptivos y explicativos, desarrollados por geógrafos y teóricos de Las relaciones internacionales
Gobierno Concepto de uso frecuente y poco preciso que designa, en la terminología política, tanto los mecanismos a través de los que se lleva a cabo la dirección pública de la colectividad social, como el aparato que hace aquélla posible. El gobierno, por tanto, adquiere significados concretos diversos que pueden aludir a la forma de organización global en un Estado (o régimen político); a la acción misma de elaboración de las políticas públicas (o gobernación); o a la organización institucional donde reside la autoridad formal del Estado.
En esta última acepción estática y concreta, el término no sólo se aplica para nombrar al conjunto de los poderes públicos tradicionales —legislativo, judicial y ejecutivo— sino que también sirve como sinónimo del último. De hecho, y especialmente fuera del mundo anglosajón, con gobierno se designa específicamente a la cima política que, junto a la subordinada administración, conforma el poder ejecutivo. Circunscribiendo así la noción a la de más restringido alcance, el gobierno es una institución política de existencia universal, a diferencia de los parlamentos o los tribunales, por lo que se identifica asiduamente con el poder estatal en sentido estricto.
En las democracias actuales, su protagonismo en la orientación de las políticas puede depender de la forma de nombramiento, que varía entre los presidencialismos, donde un poderoso jefe de gobierno directa y popularmente elegido se rodea de colaboradores, y los sistemas parlamentarios. En estos últimos son las asambleas las que nombran y controlan al gobierno, de forma que éste depende de la capacidad de liderazgo de quien lo dirige (el primer ministro), de la cohesión del equipo designado y de la fuerza que tenga el partido o coalición que lo respalda. Estos factores, junto a otras variables constitucionales y administrativas, hacen que los gobiernos resulten fragmentados (si cada ministro disfruta de autonomía sobre su departamento y no existe coordinación); monocráticos (si existen relaciones jerárquicas de uno o varios miembros sobre otros); o colegiados (cuando la toma de las decisiones más importantes se realiza de forma colectiva).
En todo caso estos rasgos no son excluyentes y, de hecho, es común que la pauta real de funcionamiento de un gobierno se segmente entre el papel protagonista desempeña en ciertos ámbitos el primer ministro o el responsable de hacienda y la responsabilidad más directa de los demás miembros en sus correspondientes sectores. Además de los mencionados dominios reservados y del margen que los ministerios individuales tienen en los impulsos iniciales y la implementación, la dirección política y la coordinación se alcanza, al menos teóricamente, en la sede colegiada. El consejo de ministros es la reunión
División de poderes Principio de organización política por el que las distintas tareas de la autoridad pública deben desarrollarse por Órganos separados. La división tradicional se ha basado en la existencia de tres poderes que se justifican por necesidades funcionales y de mutuo control. Además, en los sistemas democráticos se concibe como un complemento a la regla de la mayoría ya que gracias a él se protegen mejor las libertades individuales. Aristóteles, en la consideración de las diversas actividades que se tienen que desarrollar en el ejercicio del gobierno, habló en su momento de legislación, ejecución y administración de la justicia.
Sin embargo, qúienes realmente aparecen como formuladores de la teoria de la división de poderes son Locke y Montesquieu. Ambos parten de la necesidad de que las decisiones no deben concentrarse, por lo que los órganos del poder han de autocontrolarse a través de un sistema de contrapesos y equilibrios (checks and balances). La primera división que efectúan separa el poder entre la corona y las demás corporaciones y, a su vez, dentro de éstas distinguen los poderes legislativo, ejecutivo* y federativo; aunque Montesquieu sustituye el último término, que Locke relacionaba con los asuntos exteriores, por el judicial.
La defensa de la división de poderes se convierte a partir de ambas aportaciones en objeto principal del constitucionalismo liberal, que encuentra así un modelo institucional opuesto al absolutista. Además, esta fragmentación incluye la organización del legislativo en un parlamento bicameral*; la división del ejecutivo entre gobierno y burocracia; y en algunos casos, una adicional división territorial del Estado. Todo ello, junto con la existencia de unos derechos fundamentales, pasa a ser un requisito imprescindible para evitar la arbitrariedad del poder público y, por tanto, conseguir garantías para la autonomía individual de la acción.
Los dos más significativos ejemplos de la aplicación pionera de la división de poderes fueron las constituciones post-revolucionarias norteamericana y francesa. En los dos casos, el legislativo gozó en principio de primacía sobre el resto de los poderes y se dotó de independencia rigurosa al poder judicial. En Francia la limitación de la acción del ejecutivo, al tener que observar el principio de legalidad, suponía que el parlamento dominado por la burguesía podía controlar al gobierno emanado del rey. En Estados Unidos, por el contrario, el propio jefe del Estado era elegido democráticamente y la cuestión tenía más que ver con la distribución de responsabilidades que, siguiendo el diseño de Madison, quedaban parcialmente solapadas a través de la posibilidad excepcional de que el Congreso destituyera al presidente, de que éste vetase ciertas leyes, y de que los jueces pudieran reinterpretarlas. Posteriormente, se asiste a un desplazamiento del protagonismo hacia el ejecutivo como consecuencia primordial de la expansión de tareas del Estado y la evidencia de que sólo el gobierno y la administración son capaces de absorberlas.
A pesar de esta tendencia, la respectiva y diferente legitimidad democrática del ejecutivo y el legislativo que es propia del presidencialismo norteamericano, hace mantener la independencia entre poderes. Por su parte, en el constitucionalismo inspirado por Francia e Inglaterra, la dirección del ejecutivo por la corona fue reemplazada por una designación parlamentaria del gobierno y, de esta forma, los poderes ejecutivo y legislativo pasaban más bien a ser interdependientes y derivados de la misma mayoría.
Así, en el parlamentarismo europeo, la división de poderes sólo se garantiza para el poder judicial, mientras que el poder legislativo, especialmente en los casos de estabilidad gubernamental, puede resultar paradójicamente más marginado del proceso decisorio que en el presidencialismo. Frente a los riesgos que con lleva esta concentración de poder, puede apelarse a las ventajas de una mayor coherencia en la elaboración de las políticas y, consiguientemente, una responsabilidad democrática más directa.
Soberanía Categoría central en la teoría clásica del Estado que supone la existencia de un poder final e ilimitado que rige, en consecuencia, la comunidad política. El principio de soberanía ha sido adaptado a las democracias actuales para que exprese el momento político fundante en el que los ciudadanos, sin ninguna autoridad previa ni superior a ellos, permiten a los poderes públicos que ejerzan como tales.
Sus primeros teorizadores, Bodin y Hobbes, la definieron como la suprema potestas, «el poder absoluto y perpetuo de una república» que se manifiesta en la función de promulgar leyes, de anular costumbres, de declarar la guerra y de negociar la paz. Para Hobbes, la soberanía nace a partir de un pacto ficticio por el que el poder de la sociedad, inicialmente en manos de los individuos, se enajena en favor del Leviathan (Estado) que queda personificado en un soberano que legisla, juzga, nombra funcionarios, recompensa y castiga. Para Rousseau, también dentro de las teorías pactistas aunque sin intención justificadora del absolutismo, la soberanía se equipara a la suma de las voluntades individuales.
Es esta nueva concepción la que permite un artificio filosófico político por el que el principio legitimador del Antiguo Régimen desaparece y se reconoce la soberanía en manos de Los integrantes de la nación. No obstante, ésta se entiende de forma abstracta y expresa su voluntad por medio de un cuerpo electoral restringido a las clases burguesas. El desarrollo del liberalismo hizo plantear pronto la [imitación de la soberanía nacional a los propietarios. Estos se opusieron a la extensión del número de sus depositarios alegando que así se pervertiría la idea de representación conjunta de los sentimientos e intereses colectivos de un país, incluyendo las generaciones pasadas y futuras, que no exigía la participación efectiva de todos los habitantes en cualquier momento determinado. Las corrientes democratizadoras del siglo XIX reclamaron sin embargo el sufragio universal y la nueva definición de soberanía resultante pasó a considerar como fuente y origen de todo poder estatal a la generalidad del pueblo y no a una selección específica de éste.
Así, en Las democracias contemporáneas, el hecho de que la soberanía sea popular otorga al Estado la legitimidad sobre la que basa su actuacion. Pero el principio no sirve sólo para regir internamente la comunidad, sino que tiene una proyección frente al exterior que en el pasado se expresaba a través de la guerra o la paz y hoy se plasma, sobre todo, en la prohibición de injerencias extranjeras en los asuntos propios. La soberanía es entonces un concepto jurídico político propio de las relaciones internacionales y supone la independencia del Estado como único sujeto con poder de decisión autónoma en el ámbito de sus competencias. El conjunto de estados soberanos guardan así relaciones recíprocas de igualdad formal en un contexto anárquico, al no existir autoridades supranacionales.
De hecho, la única regulación globalmente aceptada de la política internacional es precisamente la soberanía, lo que hace que ninguna obligación se pueda imputar a un Estado sin su previo consentimiento. No obstante, la soberanía como principio integrador determinante y elemento nuclear del ordenamiento internacional queda matizada por la existencia de organizaciones internacionales que adquieren el ejercicio de ciertas competencias. Aunque también en esos casos el Estado suele controlar el proceso de toma de decisiones (gracias a la unanimidad, el consenso o el derecho de veto) y previamente ha permitido que la gestión se atribuya a este actor, lo cierto es que su existencia limita la libertad absoluta estatal. Más aún, la existencia de un núcleo de ius cogens imperativo e inderogable contrasta con el principio general de que las normas internacionales deben estar voluntariamente consentidas.
Foros como la ONU podrían convertirse en autoridades externas que produzcan normas de aceptación obligatoria, aun sin el consentimiento estatal, pero este desarrollo del llamado derecho de injerencia está aún muy condicionado. Sólo las organizaciones que pretenden la integración supranacional en ciertos ámbitos, como la Unión Europea, representan un ejemplo relativamente ambicioso de desafío a la idea de soberanía en su acepción clásica. Claro que, con independencia de las proclamaciones jurídicas, las relaciones políticas internacionales sí que demuestran con toda su crudeza las verdaderas Limitaciones de la soberanía. Las diferencias de capacidad económica y militar, la interdependencia comercial o el acceso privilegiado de ciertas potencias a los recursos naturales son fenómenos que muestran la ficción ideológica de la idea.
Estado é uma instituição organizada políticamente, socialmente e juridicamente, ocupando um território definido, normalmente onde a lei máxima é uma Constituição escrita, e dirigida por um governo que possui soberania reconhecida tanto interna como externamente. Um Estado soberano é sintetizado pela máxima "Um governo, um povo, um território". O Estado é responsável pela organização e pelo controle social, pois detém, segundo Max Weber, o monopólio legítimo do uso da força (coerção, especialmente a legal).
Estado Nación
Según algunas escuelas de la ciencia política, un estado nación se caracteriza por tener un territorio claramente delimitado, una población constante, si bien no fija, y un gobierno. Otros atributos menores son un ejército permanente y un cuerpo de representación diplomática, esto es, una política exterior.
Estado federado
Un Estado es, en una de sus acepciones, la entidad subnacional en que se divide una Federación. Se caracteriza por ser una porción de territorio cuyos habitantes se rigen por leyes propias, aunque sometidos en ciertos asuntos a las decisiones del poder federal central. Por lo general, los estados subnacionales antedecen al nacional, lo que da coherencia al sistema federal.
Desafíos para las futuras generaciones
El tercer milenio será, sin duda, un período de enormes desafíos para las generaciones futuras. Los desequilibrios que han ido conformándose a lo largo de este siglo alcanzarán, según toda probabilidad, sus puntos culminantes en el siglo XXI, como fue pronosticado en el estudio realizado por el MIT para el Club de Roma y ha sido anunciado por los disturbios y las calamidades que ya azotan al planeta. El crecimiento exponencial de la población, y su envejecimiento ya previsible, plantean problemas considerables tanto para la satisfacción de sus necesidades básicas como para la preservación del medio ambiente. Las perturbaciones que van afectando el medio natural, como el cambio climático, la destrucción de la capa de ozono y la desertificación, ya provocan desastres naturales, violentos o silenciosos, en varias áreas del planeta. El agotamiento progresivo de los recursos naturales --incluyendo los más vitales, como el agua--, ya enfrenta a la humanidad con el desafío de su propia supervivencia. Mientras tanto, la miseria y la exclusión se propagan en todos los continentes, y la brecha social no cesa de ampliarse, con la concentración creciente de la riqueza en las manos de unos pocos y la expulsión de la clase media hacia los grupos marginados. En cuanto a la tecnología, de la cual se esperaban milagros, contribuye, por el contrario, a la marginalización de la gran mayoría de la humanidad y a la concentración de los ingresos y del poder en favor de una minoría de privilegiados.
Si el futuro de la humanidad depende básicamente de la sustentabilidad de su proceso de desarrollo y de su relación con el medio natural, su supervivencia exige, no obstante, respuestas adecuadas a los problemas sistémicos a los cuales se enfrenta. Todo ello representa un inmenso desafío a la gobernabilidad a escala global, en el preciso momento en el cual el Estado declina, dejando un gran vacío, tanto como marco organizado de la vida en sociedad como de proyección y soporte de las aspiraciones individuales y colectivas. Analizado bajo sus tres principales componentes, el problema de la gobernabilidad plantea los temas de la regulación global, del derecho a la identidad y a la participación ciudadana.
Ninguno de los desafíos globales a los que se enfrenta hoy la humanidad tiene soluciones simples y aisladas. Las razones son de dos órdenes: en primer lugar, porque se trata de problemas sistémicos y, en segundo lugar, porque son todos transfronterizos.
En años recientes, muchos autores han insistido en lo vanidoso de querer entender e, incluso, resolver los problemas a los cuales la humanidad debe dar respuesta con análisis de causalidades directas y con recetas lineales. Se habla mucho de pluri-disciplinaridad, enfoques holísticos y análisis sistémicos, pero muy pocos los practican. En el mundo real, la inmensa mayoría de quienes toman decisiones políticas aplican soluciones directas en las propias esferas de su campo de entendimiento y de actuación, sin tener en cuenta las múltiples interacciones y retroacciones que puedan existir entre un problema y su solución.
A este obstáculo se añade un segundo: la imposibilidad de resolver cualquiera de los referidos problemas a escala nacional, trátese del SIDA, el narcotráfico, la contaminación ambiental, las migraciones, la especulación monetaria o cualquier otro fenómeno con dimensiones globales. Sin embargo, la comunidad internacional ha venido buscando respuestas en la última década, con las recomendaciones surgidas de grandes conferencias internacionales y la adopción de convenciones marco en áreas como las medioambientales, del desarrollo social o de la alimentación, entre otras. Estos eventos han confiado a las Naciones Unidas y a su sistema de organizaciones el mandato de implementarlas, pero con muy pocos recursos y sin la autoridad que pudiera transformar aquellas intenciones en normas y programas que se impongan a todos.
En la esfera de la economía y de las finanzas, la situación es todavía peor. Poco o nada se ha hecho para controlar el proceso de relocalización del capital productivo a escala del planeta, para controlar la circulación del capital financiero y la especulación monetaria, para definir normas y reglas que civilicen el uso del capital humano, y para que se implementen políticas que apunten hacia un crecimiento menos depredatorio, un menor derroche de los recursos naturales y la promoción de la persona humana como sujeto activo de toda sociedad.
Los esfuerzos de las instituciones financieras internacionales y de los foros de coordinación de las políticas económicas y financieras, por el contrario, sólo han apoyado y amplificado las políticas neoliberales surgidas en los años ochenta, con su secuela de desreglamentaciones, privatizaciones, recortes sociales y de plantillas, acelerando así el desmantelamiento del Estado y dejando al mundo abierto a la expansión depredatoria de las grandes transnacionales. Ha llegado, por lo tanto, el momento en que la reconstrucción del Estado a escala global, es decir, mundial, se impone como una necesidad vital.
Reconstruir el Estado a escala global, pensar implícitamente en un gobierno mundial, no deja de ser un gigantesco desafío. En primer lugar, porque tal reto plantea problemas de estructuración y de funcionamiento que en sí mismos --y en tal escala-- son considerables. Pero también, antes que todo, porque dicho reto plantea un problema de legitimidad, que precede a toda construcción jurídica. Como ya hemos recordado, el surgimiento del Estado-nación fue fruto de un largo proceso histórico, y sólo ganó legitimidad cuando los propios ciudadanos se reconocieron en él, a pesar de las luchas internas y de los conflictos sociales que sacudieron y acompañaron su formación. En el contexto de la crisis en que hoy vive el planeta, sólo se puede imaginar un grado similar de legitimidad frente a un gran peligro para la humanidad y frente a amenazas que llevarían a la mayoría de los ciudadanos del planeta a pensar, o esperar, una forma de organización del mundo que garantice la seguridad y la justicia para todos.
Este momento no ha llegado todavía, pero podría llegar en las primeras décadas del Tercer Milenio ante la inminencia del peligro. Y si ese fuera el caso, es muy probable que tal Estado sea confederado, debido no solamente al hecho de que la humanidad está todavía muy lejos de la homogeneidad que supondría un Estado unitario de tipo no autoritario, sino también, porque la reivindicación de la identidad propia se impone hoy más que nunca a todos, como lo analizaremos más adelante.
Llegar a una confederación mundial supondría también un acto fundador o, tal vez, una sucesión de acuerdos y compromisos que llevarían a su constitución. Se puede, en este sentido, imaginar un escenario donde las organizaciones internacionales --Naciones Unidas, en particular-- pudiesen, en el contexto de una sucesión de acuerdos y de consensos, evolucionar, paulatinamente, hacia una forma más estructurada de gobierno mundial.
Quedarían, sin embargo, por precisar los campos de competencia de tal Estado confederado, los cuales habrían de incluir los llamados problemas globales --como la preservación del medio ambiente o la lucha contra la criminalidad transfronteriza, por ejemplo--, así como la prevención y la mediación de los conflictos civiles, cuestiones que ya forman parte del campo de actuación de las referidas organizaciones. A diferencia de las estructuras confederadas, no incluiría la defensa ni las relaciones internacionales, pues hasta ahora no existe evidencia de formas de vida inteligentes en el resto del universo, ni fundamentos para que tales funciones se instituyan a escala del planeta. Sin embargo, una estructura de este tipo no estaría completa si no incluyese las funciones claves del Estado-nación, tanto en sus dimensiones económicas como sociales, que hicieron de éste el promotor del desarrollo, el regulador de la actividad económica y el mediador de los conflictos sociales. Pensar y reconstruir el Estado a escala mundial y con forma confederada sería, por lo tanto, el paso necesario para regular la economía a escala global y garantizar la justicia social a nivel del planeta.
Una evolución tal debería, no obstante, respetar e integrar una de las revindicaciones más críticas del mundo contemporáneo: la del derecho a la identidad. Como lo hemos analizado, esa reivindicación deriva directamente del proceso de globalización. A medida que el Estado-nación ha venido perdiendo su papel tradicional y sus funciones socioeconómicas, y que el contrato social que respaldaba su legitimidad perdió fuerza, ha surgido el problema de la identificación del ciudadano con su propio Estado y una situación de desamparo como consecuencia de la confrontación de los individuos con el mundo globalizado. Al mismo tiempo, el individuo ha perdido sus raíces culturales y los mecanismos de solidaridad que garantizaban su seguridad.
Quedan todavía hoy, y quedarán probablemente mañana, Estados-naciones con fuerte identidad cultural y fuerte integración sociopolítica. Pero la tendencia y la norma son, sin embargo, la desintegración del Estado-nación, como la presenciamos actualmente en todos los continentes. Esta desintegración resulta tanto del cuestionamiento del contrato fundador, como del desmantelamiento de sus diversas funciones. De ella surge la inmensa aspiración de los individuos y los pueblos a reencontrar sus raíces culturales y a reconstruir los mecanismos de solidaridad que se habían delegado al propio Estado, lo cual desencadena, a su vez, procesos caóticos y muchas veces dramáticos, como lo ilustran los conflictos étnicos, religiosos o simplemente de identidad.
En otras palabras: a medida que el Estado-nación pierde su funcionalidad y su legitimidad ?lo cual provoca que los problemas globales sean tratados en el ámbito mundial, en un marco institucional que todavía queda por definir--, se impone como un reto apremiante la necesidad de crear nuevamente espacios de solidaridad y de identificación intranacionales o transfronterizos. Tales espacios existen, pero fueron reprimidos en el transcurso de la formación de los Estados-naciones, dejando comunidades atrofiadas, despojadas de su identidad y de su capacidad organizativa. El resurgimiento de los conflictos que llamaríamos de identidad, resulta, por lo tanto, del renacimiento de las aspiraciones comunitarias frente a un mundo globalizado y a Estados-naciones cuestionados y despojados de gran parte de sus funciones. Este fenómeno no afecta aún a los Estados con fuerte identidad cultural, pero socava las bases de los Estados pluriétnicos y de las naciones artificiales, como lo ilustra, en gran escala, la multiplicación de los conflictos étnicos en el continente africano y los que estallaron en la desaparecida Unión Soviética y en la ex Yugoslavia.
Así pues, resulta necesario tomar en consideración la reivindicación de la identidad y reconocer el derecho a la identidad, implícito en la Carta de las Naciones Unidas, la cual reconoce el derecho de los pueblos a decidir por sí mismos. Este reconocimiento significaría la desaparición de muchos Estados tal y como se formaron en el transcurso de la historia contemporánea --en particular, los Estados artificiales heredados del colonialismo, que se superponen a las comunidades y a las culturas en el continente africano--, y el acceso a la autonomía --o al estatuto de Estado autónomo-- de todos los pueblos que aspiran a auto-gobernarse, incluyendo los pueblos indígenas.
El resultado de este proceso sería la concesión de un estatuto de Estado autónomo a todos los pueblos que lo deseen y, en fin, la transformación de cada pueblo en nación, sin consideración de tamaño, creencia o tradiciones. Consistiría, en definitiva, en eliminar la dicotomía pueblo-nación, reconociendo a cada comunidad unida por lazos culturales y tradiciones antiguas, el derecho de organizarse y de administrar de forma autónoma las funciones que no se delegarían a la confederación mundial: la educación, la cultura, los servicios sociales básicos, la seguridad de los ciudadanos y la administración de la justicia.
Quedaría una cuestión compleja por resolver: la vinculación del pueblo con su tierra --o de la comunidad autónoma con el espacio que ésta administra -- , una cuestión que tiene raíces lejanas, pero aun más complicada por los fenómenos migratorios que tienden, a escala global, a desarticular los lazos de las comunidades humanas con sus territorios. El reconocimiento del derecho a la identidad y, más aún, el derecho de cada pueblo a acceder a la autonomía, exigiría que se constituyeran nuevos Estados autónomos, con sus respectivos territorios y gobiernos. Este reconocimiento debería tener, como corolario, el principio del respeto a los derechos de las minorías, sin el cual la nueva arquitectura política y constitucional sería insostenible. La violencia a la cual asistimos hoy --tanto en ciertos Estados en vías de implosión (los de la ex?Yugoslavia), como dentro de muchos Estados receptores de inmigrantes, con el desarrollo del racismo y de la intolerancia--, ilustra la dificultad y la importancia de tal reto.
Mientras que la solución de las cuestiones globales quedaría en manos de una autoridad confederada, y mientras que se concedería a cada pueblo el derecho de constituirse en entidad autónoma -- siempre que respetara los derechos de las minorías -- sería también necesario promover y garantizar la participación ciudadana. Analizado en términos constitucionales, el principal problema sería el de asegurar la democracia a todos los niveles de gobierno y de administración, garantizando a cada ciudadano una participación efectiva en las decisiones políticas. El reto en esta esfera no sería tanto el de inventar nuevas formas de democracia, sino garantizar una armonía entre las aspiraciones globales y las de la comunidad, asegurar modos de participación efectiva en la vida política y proteger los derechos de las minorías, todo ello a niveles y a una escala sin precedentes en la historia de la humanidad.
Garantizar la satisfacción de las aspiraciones colectivas, a escala planetaria, requeriría, en primer lugar, un consenso sobre los principios a partir de los cuales se formularían las leyes y se designarían los responsables políticos. En un mundo donde ciertos pueblos representan una fracción considerable de la humanidad, y otros una ínfima minoría, no sería aceptable que la adopción de las leyes o la designación de los dirigentes se hiciera siguiendo el principio de la proporcionalidad (ice. número de voces o de representantes proporcional a la población de cada pueblo). Ello consagraría la supremacía de los grandes pueblos y acarrearía, de cierto modo, formas de dominación inaceptables para los pueblos minoritarios. A la inversa, el principio vigente según el cual cada Estado tiene el mismo peso en las instancias internacionales, y se concede la misma voz a grandes y a micro Estados --y hasta a Estados ficticios o folklóricos--, no es tampoco satisfactorio a escala universal, si se piensa en términos de aspiraciones globales y de equilibrio entre las expectativas de los diferentes pueblos. La solución deberá ser encontrada en un punto intermedio, mediante fórmulas de consenso, mayorías calificadas y minorías con derecho al veto que permitan, en su conjunto, la expresión de las aspiraciones de las mayorías sin oprimir a la minoría, y donde los Estados constituyentes conserven su personalidad y su función de canalización de las aspiraciones de cada pueblo.
En segundo lugar, para que el proyecto de confederación sea viable, y la asamblea de los pueblos --que lógicamente conformaría su órgano principal-- no se transforme en un cuerpo ingobernable, habría probablemente que limitar el derecho a voz deliberativa a aquellos Estados con real representatividad. Paralelamente, y con el propósito de proteger los derechos de las minorías no representadas --tanto en el ámbito confederado, como en el de cada Estado constituyente--, habría que inscribir en los textos constitucionales las garantías necesarias. Todo indica que materializar este proyecto no será fácil, y dependerá del grado de consenso al que se pueda aspirar en el transcurso de las décadas venideras.
En la esfera no institucional, sino de las fuerzas políticas, y de un entorno social que permita una expresión real de las aspiraciones individuales y colectivas, habrá sin duda que fomentar nuevos modos de participación ciudadana, sobre todo a escala global, donde la complejidad de dicha participación revestirá dimensiones no comparables a las que pudieron existir --en el otro extremo y en otra época-- para los ciudadanos de Atenas. El reto en esta esfera será de dos ordenes: constituir contrapesos a la influencia de las transnacionales y reconstruir la democracia sobre bases saneadas. Debido al peso y la influencia que han ganado las transnacionales, a la constitución en su seno y su entorno de una nueva capa dirigente y privilegiada y, finalmente, a la sofisticación cada vez mayor de las herramientas del poder, la constitución de contrapesos a escala global se impone como el camino más creíble para reconstituir espacios ciudadanos. En el mundo de hoy, el ciudadano aislado y limitado a su horizonte nacional carece de las condiciones que le permitirían evaluar las nuevas relaciones de fuerza o formular respuestas capaces de transformar dichas relaciones. Sólo una movilización colectiva y transfronteriza puede crear las condiciones para una respuesta global a cada uno de los retos que enfrenta hoy la humanidad. Sólo organizaciones globales, con agendas universales, pueden constituir contrapesos que impongan la negociación y abran el camino a soluciones alternativas.
La influencia de los Estados es cada día más limitada en lo que concierne a los asuntos globales, pues tienen que conciliar exigencias contradictorias y reflejar de manera creciente los intereses de las grandes transnacionales y de la nueva oligarquía planetaria. Las organizaciones internacionales, por su parte, reflejan las contradicciones y los conflictos de intereses de los Estados que las conforman. En ese sentido, las ofensivas lanzadas y el trabajo realizado por ciertas ONG globales --como Greenpeace, en lo que respecta a la protección del medio ambiente --, indican el camino a seguir. Actualmente se constituye una multitud de organizaciones con vocación global, aunque con diferentes niveles de peso e influencia, las cuales crean canales de expresión ciudadana en los más diversos sectores. Los movimientos y las protestas de los últimos tiempos contra las políticas neoliberales, y cuya proyección rebasa ya las fronteras--como ha sucedido frente a reuniones internacionales como las de la OMC, hasta de manera espectacular con el fracaso de la conferencia de Seattle--expresan las reacciones ciudadanas en esta área. Llama la atención, sin embargo, la debilidad del sindicalismo internacional frente al proceso de marginalización de la fuerza de trabajo, lo cual refleja el retroceso del movimiento sindical en el ámbito nacional y la precarización del trabajo que presenciamos hoy. No obstante, aparecen otros movimientos que asumen un liderazgo en el área laboral, como los que se enfrentan a los abusos a los niños y a las mujeres.
En muchas áreas se observa, pues, un proceso de reconquista del espacio ciudadano, con la formación de contrapesos a escala global. Sin embargo, dicha reconquista sería frágil e incompleta si no se reconstruyese la democracia sobre bases saneadas. En esta esfera, será necesario, sin duda, transformar la vida política para trasladarla del mundo del espectáculo y de los escándalos, al mundo del debate y de la responsabilidad. Como hemos mencionado, el mundo ha atravesado en estos últimos años un proceso de extrema mediatización de la política, transformada en producto comercial para la televisión, la prensa y las publicaciones, mientras los medios se utilizan para manipular a la opinión pública. El " monicagate", entre muchos otros casos, ilustra, claramente, esta tendencia. Paralelamente, los aparatos y los partidos políticos se han transformado, de canales de la expresión ciudadana que eran antes, en máquinas de la conquista del poder, y aún peor, en empresas proveedoras de empleos, con la profesionalización de los mandatos públicos a la que hemos llegado hoy. A la mediatización de la vida política y a la profesionalización del trabajo político se añaden la pérdida de visión y de capacidad analítica del mundo político y su creciente compromiso con el mundo de los negocios.
El desplome del socialismo real y la ofensiva del neoliberalismo han traído como consecuencia una crisis de las ideologías que ha incidido en toda la vida política. La incapacidad del propio mundo político para descifrar la nueva realidad, y, en particular, para identificar los retos fundamentales del mundo de mañana, ha imposibilitado hasta la fecha cualquier formulación de proyectos alternativos que no sean los de la gestión día a día de la crisis económica y financiera.
Pero, más grave que todo es la convivencia y la ósmosis creciente entre el mundo político, la alta administración y el mundo de los negocios, que han creado el humus en el cual se han multiplicado las malversaciones, la corrupción, el abuso de mandatos públicos y el de bienes sociales. La proliferación de los escándalos y de los enjuiciamientos judiciales en las referidas áreas ilustra abundantemente esta tendencia. Todo esto ha redundado en una desafección creciente del ciudadano hacia la política, que va del simple desinterés al disgusto, provocando su alejamiento de la vida política y el creciente abstencionismo en las elecciones, y reforzando la tendencia a la profesionalización y la corrupción del mundo político. Es, por lo tanto, vital, sanear la vida política, comenzando por la reanimación de la reflexión política y de la participación ciudadana, procesos ambos que sólo pueden darse en un marco global, en el cual el ciudadano y el Estado se habrán reconciliado con el propósito de enfrentar los desafíos del Tercer Milenio y de construir un mundo mejor.
http://www.unesco.org/most/francais.htm
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